Death

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domingo, 1 de junio de 2008

El Tiovivo De Cristal

Andrés era un niño solitario que pasaba sus tardes enteras leyendo historias de hadas y duendes. No tenía amigos, hablaba poco y parecía vivir dentro de su mundo de ensoñación, el cual no compartía.
Sus padres estaban muy preocupados pues temían que tuviese un dejo de autismo; consideraban que a sus doce años, ya era demasiado mayor para sus tontas fábulas. Consultaron con un médico amigo pero, luego de varios estudios, éste les dijo que se trataba de un niño normal, sólo introvertido. Que desecharan absurdas ideas como el autismo y que, si gustaba de las fábulas mucho mejor puesto que, aunque un tanto demodée, éstas contenían pensamientos profundos y vívidas enseñanzas que ya nadie se molestaba siquiera en pensar. Que lo dejaran formar su personalidad en paz que, ya con el tiempo iría cambiando.
Y así lo hicieron...

Una noche, Andrés dormía plácidamente y soñaba... En su sueño conocía a un duende mágico que venía de otro mundo; un mundo perfecto, un mundo de magia e ilusiones muy similar al suyo. Su nombre era Gork y lo invitó a conocer su mundo, a compartirlo, a fundir ambos mundos en uno solo.
A partir de entonces, todas las noches revivía sus sueños junto a su nuevo amigo, sumergiéndose durante el día cada vez más dentro de sus historias imaginarias. Sólo que ahora contaba con la compañía de Gork, quien se había transformado en su único amigo.

Había pasado un año desde aquella primera noche en que Andrés había soñado con Gork. Sus fantasías habían tomado tal importancia que ya no sabía distinguirlas de la realidad, y Gork se le había tornado indispensable. En la mente de Andrés, el duende se había transformado en algo real, una parte de sí mismo. Gork tenía presencia física, voz audible, pensamientos propios... En la mente de Andrés...?
El niño adoraba a su imaginario amigo, que lo comprendía, lo mimaba, lo consentía, lo quería... Siempre concedía sus deseos; siempre dispuesto a participar en sus fantasías; siempre obsequiándole fábulas y quimeras.
Había pasado un año exacto y, esa noche, su sueño cambió. Gork le anunció que debía partir y que no debía sentirse triste. Que conservara siempre la alegría de la fantasía. El duende se marchó, no sin antes dejarle un último obsequio. Una calesita de cristal invisible que, solamente él podría ver, oír, jugar en ella. Esta sería eterna y poseía una sortija mágica que Andrés debía tomar cuando se hallase ante alguna circunstancia insostenible. Gork le advirtió que toda solución mágica tenía su costo, también que podría hacer uso de la sortija únicamente tres veces, tras las cuales ya no podría recurrir a ella, a riesgo de desatar terribles desgracias sobre su persona.
La mañana siguiente, Andrés se levantó y, con un dejo de tristeza, miró a través de su ventana. Allí, en el medio del patio se hallaba la etérea y translúcida estructura del tiovivo de cristal, tal como Gork le había prometido.
Se vistió presuroso y corrió a jugar.

El tiempo transcurrió y Andrés fue creciendo hasta transformarse en un apuesto joven, todavía introvertido y algo tímido aunque, ya no solitario. Iba a la universidad y estaba por recibirse de médico. Ya no jugaba con el tiovivo, que giraba eternamente en el patio de su casa.
Claudia era una hermosa, adinerada y orgullosa joven que cursaba sus estudios con él. Tenía muchos admiradores de los cuales se aprovechaba. Salía con todos y no se comprometía con nadie. Y tenía fama de cruel a la hora de romper las relaciones.
Andrés se había enamorado perdidamente de Claudia pero no se animaba siquiera a acercársele. Un poco por su timidez pero, mayormente no quería resignarse a ser uno más en su colección. Vivía pensando en ella, amándola y deseándola en su soledad cada vez más notoria y, sufría... Sufría en silencio torturado por los celos y la pasión irrefrenable que crecía dentro suyo.
Entonces recordó la calesita que, hacía años ni siquiera miraba... Arrancó por primera vez la mágica sortija.

Al mes, Andrés y Claudia se comprometían oficialmente.
Claudia era una mujer muy exigente y de gustos muy caros; Andrés no poseía fortuna alguna. Desesperó al ver quebrantarse la tan ansiada relación por causa de sus escasos recursos, extrayendo la sortija una segunda vez.
A los pocos días, un telegrama le comunicaba ser el heredero de una inmensa fortuna que, un ignoto y lejano pariente, le había testado. Y Andrés fue capaz de complacer los extravagantes deseos de su amada Claudia.
Ese mismo año, finalizó su carrera de medicina y ambos se casaron. Ella, como era de esperarse, abandonó sus estudios, en lo que nunca había puesto demasiado interés.
A los dos años de casados tuvieron un niño. Un hermoso niño rubio de azules y enormes ojos al que llamaron Diego.

Diego crecía saludablemente y la fama y el prestigio de Andrés también crecían en rápido aumento. Mientras tanto, Claudia se aburría, hastiada de su papel de honorable esposa y madre.
A los escasos cinco años de matrimonio, Andrés ya se había dado cuenta del error. Claudia nunca le había amado ni mucho menos, era merecedora del amor que por ella había sentido. Había descubierto en su esposa a una mujer voluble y vana, a la que ya ni siquiera veía hermosa. Sólo el deseo carnal y la ambición de lo imposible podían haberlo lanzado a tan absurdo casamiento. Aún así, Andrés se sentía afortunado. De su relación había nacido Diego y él adoraba a su hijo.

Andrés había iniciado una relación amistosa con una colega, que pronto se transformó en algo más. Llegó a amar a esta mujer como jamás había ni habría sido capaz de amar a su esposa.
El era un hombre justo y sincero, y detestaba verse ante la necesidad de mantener oculta su relación amorosa. Blanca era el amor de su vida pero, dado su actual estatus social, no podía arriesgarse al escándalo de un conflictivo divorcio. Para peor, Claudia sospechaba algo y, no porque le importase, sino por simple despecho y la más pura de las maldades, ella podía e iba a arruinarle la carrera y la vida, además de quedarse con prácticamente toda su fortuna.
Andrés subió al tiovivo y, tomando por tercera vez la sortija, expresó mentalmente sus deseos por el triángulo amoroso.

Nunca supo si su tercer deseo fue cumplido.
Al poco tiempo Diego enfermó. Ningún remedio daba resultado y el estado del niño empeoraba. Sometido a un millar de análisis clínicos, se descubrió que el pequeño padecía de una extraña forma de leucemia provocada por un virus de una cepa desconocida. Le dieron variados tratamientos pero ninguno adecuado, Diego emperoraba deteriorándose rápidamente.
Andrés era un guiñapo humano, su hijo agonizaba. En un rapto de desesperación montó la calesita de cristal, cogiendo la sortija por cuarta vez, olvidando por completo las advertencias del duende, compañero de sus fantasías infantiles.

La magia tiene su precio y siempre se lo cobra.
Mientras Andrés, mirando fijamente la sortija, suplicaba por la vida de su hijo, el niño moría solo en su camita de hospital, consumido por la fatal enfermedad. Al tiempo que Claudia, sin testigos, empujaba a Blanca por una ventana del décimo piso de ese mismo hospital, los padres de Andrés, que acudían a ver a su único nieto, fallecían trágicamente en un accidente automovilístico. Mientras, el tiovivo de cristal se derrumbaba en añicos sobre un pálido Andrés que, con tembloroso asombro, contemplaba como en una pantalla cinematográfica las tres tragedias de su deshecha vida. En tanto, en su cabeza sonaba ronca e imponente la voz del duende quien, ya no tan amistoso, le recordaba su advertencia final.
Andrés con la mente enajenada, miró la sortija que aún descansaba entre sus manos y, con todas sus fuerzas, la clavó en su corazón.

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