Era un día muy crudo de invierno y el viento casi arrasaba conmigo. Decidí que mejor sería que dejara de andar al tún tún por las calles y tomase un colectivo.
Eran las 19 hs. y la gente, que salía de sus trabajos, hacía intransitables las veredas del centro de la ciudad. Justo ante mí se detuvo un micro de la línea 106 y, en él me colé.
El vehículo iba ya repleto y el conductor seguía metiendo gente, estaba empeñado en hacer reventar dicha unidad. Finalmente arrancó, lo cual fue otra desdicha. El enloquecido chofer parecía ir compitiendo en alguna carrera demencial. Cada vez que debía parar era para mí un suplicio; con los frenazos que daba, las personas se agarraban y colgaban de los pasamanos, o unos de otros, sosteniéndose como mejor podían. Yo intentaba esquivar los apretujones y, a duras penas, lo lograba. Además, me veía en la imperiosa necesidad de comer algo; ya ni recordaba la última vez que había ingerido bocado y me sentía desfallecer de hambre. El problema era que, con tanta ropa y tan gruesa ella, se me hacía imposible maniobrar entre la gente para buscar mi alimento. En un momento dado, el conductor frenó tan bruscamente que casi todos los pasajeros cayeron hacia atrás y adelante, resbalando unos sobre otros; a mí casi me hacen puré, me salvé de milagro. Este maldito colectivero estaba saturando mi paciencia. Es claro, el energúmeno no podía saber de mis padeceres pero, por la seguridad, o aunque más no fuera, por respeto a la condición humana, debería tratar de ser más cuidadoso.
Mientras el colectivo proseguía su marcha, yo continuaba con mis forzados intentos por comer. Otra frenada, otro sacudón, empujón va, pisotón viene, y yo enfurecido, sin poder conseguir mi comida y, ahora en parte, también temiendo por mi vida. Ya el hambre y la sed sumada eran desesperantes; ah, el ansia...!
De pronto descubrí, al final del pasillo, a una joven preciosa que vestía una cortísima minifalda.
_ Esta es la mía! _ pensé.
Y hacia ella me dirigí.
Me pareció haber tardado un siglo cuando llegué hasta ella, pero me sentía feliz; mi objetivo estaba casi logrado. Con una amplísima sonrisa y, calculo que, un gesto sádico reflejado en mi faz, me introduje con extremado sigilo por debajo de su pollera, pero... el demente volvió a frenar y sentí que algo me apretaba hasta ahogarme, y ya no supe más.
El tipo aprovechó la frenada, situación que le dio la oportunidad de apoyar alevosamente a la mujer que tenía delante. Esta, con sus angulosas curvas, su pulposo cuerpo, sus insunuantes ropas... lo había excitado al máximo; el fulano no aguantaba más.
La mujer sintió algo duro apretándose contra sus nalgas... En un principio, supuso que sería un accidente a causa de la brusca frenada del chofer, pero luego siguió sintiéndolo cada vez más fuerte y, además, una mano que, sugestivamente, rozaba sus piernas. Se dio vuelta y, con violencia, abofeteó al osado individuo que tenía detrás, mientras le espetaba insultos a viva voz.
El tipo se bajó enseguida, rojo de vergüenza.
La muchacha, también avergonzada, se bajó en la siguiente parada y caminó las cuatro cuadras que restaban para llegar a su domicilio.
Al desvestirse esa noche para irse a dormir, la joven descubrió una notable mancha roja en uno de sus muslos. Intrigada, revisó su ropa y, pudo ver que un gordo mosquito estaba aplastado y pegoteado en sus pantys.
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3 comentarios:
jejejejeje...mira que somos malpensados en general....
dIVERTIDO TEXTO , mALE...
Un abrazo
Tere Marin
Este también tiene ese toque de humor y pensé en tu blog al leerlo.
Un abrazo
Tere Marin
Ella por Juan Manuel de Prada (*)
Quince días atrás, reparó por primera vez en ella. Hubiese pasado desapercibida para otro cazador menos avezado que él, para uno de esos merodeadores chapuceros y aturullados a quienes el nerviosismo acaba delatando. Alguna vez, al pasar junto a ella, había llegado a rozarla, lo justo para no despertar sospechas, lo justo para sentir que su mano se adaptaba a sus contorno como un guante. A su lado, las otras se le antojaban presas de poco fuste, sosas y escuchimizadas. Era un poco gorda, debía reconocerlo, pero nunca le habían intimidado las gordas: al principio ofrecen un poco de resistencia, pero el placer que procuran compensa con creces los forcejeos iniciales. La mañana en que por fin se decidió a lanzarse sobre ella, aprovechando que testigos presenciales, sintió que las rodillas le flojeaban (estaba excitado, pero a la vez temía las consecuencias de su acción), que las manos vibraban con ese temblor que precede a la profanación, que la sangre le nublaba la vista, anticipando el momento en que por fin podría desgarrar la camisa que protegía la desnudez de su víctima y saborear en primicia su belleza.
Antes tendría que despojarla del detector anti-robos,
para que no pitase a la salida. Los libreros cada vez ponían más escollos en la difícil labor del cleptómano de novelas.
(*) Vizcaya, 1970. Aunque realizó estudios de Derecho, su única dedicación profesional ha sido la literatura. Su primer libro, "Coños" (1995), sorprendió al público y a la crítica más exigente por su audacia imaginativa y su deslumbrante uso del lenguaje. El volumen de relatos "El silencio del patinador" (1995) ratificó sobradamente las expectativas despertadas por ese primer título y lo situó a la cabeza de los escritores de su generación. En 1996 se produciría su consagración definitiva con la monumental "Las máscaras del héroe". Con su segunda novela, "La tempestad" obtuvo el Premio Planeta 1997 y también su consagración internacional: ha sido traducida, o está en vías de serlo, al francés, alemán, italiano, inglés, holandés, sueco, danés, noruego, finés, griego y turco, entre otros idiomas. Recientemente, ha obtenido el VII Premio Primavera de Novela 2003 con su obra La vida invisible.
me gusta el efecto sorpresa, el toque de humor, me gustó! gracias
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