Desde que vine al mundo permanecí confinada en un mismo lugar junto a otras compañeras iguales a mí. Eramos demasiadas y vivíamos amontonadas y apretujadas, pero lo pasábamos bien.
Pero un día, unas enormes manos me apresaron y, separándome de mis amigas, me encerraron en un pequeño y solitario cubículo. Este era tan estrecho que apenas podía moverme, la oscuridad allí dentro era total y, ese olor tan penetrante parecía invadirlo todo.
Desconozco cuánto tiempo estuve inmovilizada en ese lugar pero, de pronto, sentí unos sacudones acompañados de ruidos que nunca antes había escuchado y tuve la sensación de que todo aquel sitio comenzaba a girar vertiginosamente. Empecé a sentir náuseas, mareos, cuando el movimento cesó. Mejor dicho, pareció cesar puesto que, se movía, sólo que no giraba. El olor era ahora más fuerte, casi insoportable; me sentí ahogar en ese sucucho.
Comencé a prestar atención, podía oir música a exageradamente alto volumen, también voces varias y algunas risas. Las voces fueron alzándose hasta transformarse en airados gritos.
De pronto, oí un chasquido y enseguida algo me propinó un violento empellón. Caí de bruces por un negro túnel y noté una gran claridad al final, hacia la que me acercaba velozmente. La luz me dio de lleno en la cara, cegándome momentáneamente. Cuando la visión retornó a mis ojos, pude apreciar que estaba volando; había sido despedida por la boca del túnel a gran velocidad, sin embargo, el viento que azotaba mi rostro, iba frenando mi aceleración. De repente, vi una gran mole blanca delante mío; hacia ella me dirigía en mi rápido vuelo. Sentí pánico. Iba a chocar contra esa cosa y nada podía hacer para impedirlo.
Una brusca conmoción frenó mi marcha por un instante y, me adentré en esa masa cálida y glutinosa.
Juan sintió un agudo dolor en su pecho y cayó de espaldas al suelo. Quiso maldecir a su atacante, pero no tuvo tiempo; la bala, alojándose en su corazón, lo había matado.
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